En
relación con la vida de San Pedro Claver ningún documento, por
importante que sea, alcanza el valor del texto que contiene el “PROCESO
DE BEATIFICACIÓN Y
CANONIZACIÓN” del Esclavo de los esclavos como Claver se
llamaba a sí mismo. Son las declaraciones de más de 150 testigos
presenciales, todos ellos unánimes en afirmar su santidad heroica. En
estas páginas van pasando los más variados personajes, desde el
Gobernador de Cartagena hasta el último de los esclavos. Son los nobles
españoles, las distinguidas damas, los miembros de la Iglesia, los
militares, hombres de negocios, enfermos de los hospitales, mendigos e
indigentes; repitiendo todos, hasta el cansancio, que ese padre Claver,
a quien veían a diario, vistiendo su raída sotana, por las calles de
la ciudad, en el cofesionario de la iglesia de los jesuitas o en los
hospitales de San Sebastián y de San Lázaro cuidando a los enfermos,
era un santo. En
estas páginas está como era, desnudo ante la opinión de sus contemporáneos
y ante nosotros. Sin pasar por el tamiz del biógrafo que necesariamente
lo deforma. En la prosaica existencia de un hombre que pasó cuarenta años
de su vida obsesionado por defender a toda costa los derechos de los más
excluidos y olvidados de su tiempo. El
libro se publicó por primera vez en Roma, el año de 1696. Fue escrito
en latín y en italiano. La traducción española fue hecha por la
historiadora Anna María Splendiani y por el padre Tulio Aristizábal S.
J. ANNA
MARÍA SPLENDIANI. Licenciada en Filosofía y Letras con especialización
en Historia, de la Pontificia Universidad Javeriana. Fue profesora del
Departamento de Historia de la misma Universidad. Es coautora de los
libros Inquisición, muerte y sexualidad en la Nueva Granada (Ariel,
Centro Editorial Javeriano, 1996). Cincuenta años de inquisición en el
Tribunal de Cartagena de Indias, 1610-1660 (Centro Editorial Javeriano,
Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1997). TULIO ARISTIZÁBAL GIRALDO S. J. Licenciado en Filosofía y Pedagogía de la Pontificia Universidad Javeriana. Estudios especiales de Historia en las Facultades de Notre Dame de la Paix, Namur, Bélgica. Miembro de Número de la Academia de la Historia de Cartagena de Indias y Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia. Doctor Honoris Causa en Arquitectura por la Pontificia Universidad Javeriana. Profesor Titular de Historia del Arte en la misma Universidad. Autor de varias obras, entre ellas Iglesias, conventos y hospitales en Cartagena colonial (1998). Retazos de Historia. Los jesuitas en Cartagena de Indias (1995). El templo de San Pedro Claver en Cartagena (1999).
INTRODUCCIÓNEl
padre Claver murió a las dos de la mañana del 8 de septiembre de 1654.
En aquel salón que servía de enfermería en el Colegio de los jesuitas
de Cartagena de Indias lo rodeaban sus compañeros presididos por Juan
de Arcos, rector en ese momento. Ya el día anterior había recibido la
extremaunción, administrada por el padre Francisco Jimeno; y dos
pintores, por encargo de doña Isabel de Urbina gran admiradora del
hombre de Dios, hicieron su retrato. Eran éstos el alférez don Alfonso
de la Torre y Juan Pérez de Miranda. Un pequeño tondo que conservamos
en el Museo del Santuario, bien podría ser este retrato, o al menos una
fiel copia. Como lo es el cuadro que conserva el mismo Museo,
que perteneció al noviciado de Tunja, donde el santo hizo su
Tercera Probación, y que adorna la portada del libro que hoy
presentamos. Nicolás
González, el compañero fiel, recogió su último suspiro, y le puso
delante de los ojos el crucifijo. Como si se hubiera dormido, el rostro
de Claver se mudó “de pálido y muy macilento que era, en un
resplandor y belleza extraordinaria”, comenta González. Y continúa:
“Al verlo así este testigo, supo que el cambio se debía a haberse ya
el alma separado del cuerpo... Entonces, se arrodilló y besó los pies
de aquel cuerpo muerto, que eran muy bellos y blancos como si fueran de
alabastro, pero blandos y suaves como la seda. A su ejemplo, los otros
religiosos y las personas seglares que se hallaban presentes hicieron lo
mismo”. La
noticia se regó como pólvora por toda la ciudad. Los negros esclavos
salieron a las calles para anunciar a gritos, como era su costumbre, que
había muerto el amigo; y se invitaban unos a otros diciendo: “Vamos a
ver al santo que ha muerto”. Invadieron el pobre aposento, lo llenaron
de sudor y lágrimas, y se llevaron algún recuerdo: el rosario, una
prenda de sus pobres vestidos, los zapatos, las medias. Algunos más
osados se atrevieron a cortarle el cabello y las uñas de los pies como
reliquias. Hicieron lo mismo los españoles. Nadie permaneció
indiferente. Todo el mundo estaba de acuerdo en que Claver era santo, y
santo de santidad heroica. El
tumulto preocupó al Rector. Quiso evitar abusos, y por ello dio orden
de apresurar la ceremonia y enterrarlo en forma modesta ese mismo día.
Al tener noticia de tal determinación, el gobernador don Pedro Zapata
de Mendoza reunió al Cabildo y nombró dos delegados que fueran a pedir
al padre Arcos que suspendiera el funeral hasta el día siguiente, se
pusiera el cuerpo en un lugar público donde todos lo vieran, y que las
exequias se hicieran “con toda solemnidad, en agradecimiento a lo
mucho que Claver había trabajado en mejoramiento espiritual de esta
ciudad”. Todo lo aceptó, y los funerales se llevaron a cabo con gran
solemnidad, tal como los describe en detalle el libro del Proceso. El
cadáver fue sepultado en la capilla del Cristo junto al altar, en un
nicho levantado del suelo. No
se habían extinguido los cirios del Oficio de Difuntos, cuando ya todos
lo aclamaban como santo. Al sepulcro de Claver acudía el pueblo para
pedirle gracias. Hablaban de milagros, y confiaban a él enfermedades
del cuerpo y penas del espíritu. Era el momento de pedir a la Iglesia
que oficialmente elevara al honor de los altares al hombre que por casi
cuarenta años había estado siempre al servicio de los indigentes y
rechazados de la culta sociedad de aquel tiempo. No
fue, pues, extraño que días más tarde el propio gobernador propusiera
al Consejo de la Ciudad solicitar al Capítulo de la Catedral que se
iniciaran las informaciones sobre la vida, virtudes y milagros del
Esclavo de los esclavos. Tres años después quedó constituida la
Comisión que debía adelantar el proceso de encuestas e
interrogatorios, presidida por fray Juan Guerrero, calificador del Santo
Oficio de la Inquisición. Esta Comisión se encargó de ir llamando a
cuantos le habían conocido, para que declararan bajo la seriedad del
juramento ante un juez, toda la información que poseían sobre la vida
y apostolado del padre Claver. Son ellos los ciento cincuenta y cuatro
testigos que deponen, y parte de este testimonio fue publicado en
italiano en Roma el año de 1696. Muchos
otros documentos de testigos tanto presenciales como de oídas existen
referentes a la santidad de Claver. Entre ellos debemos citar las cartas
del obispo de Cartagena, don Miguel Antonio Benavides y Piédrola,
escritas al Papa en 1690 y 1691, en las que le pide se introduzca la
causa de beatificación y canonización del religioso; las tres enviadas
por la Deputación de Cataluña en 1681; las otras tres del obispo de
Solsona del 84; una del Capítulo de la Villa de san Miguel de Ibarra
del 85; una del Capítulo de Pasto del mismo año; así como la de la
Audiencia de Quito y la del Capítulo de la misma ciudad; dos del Capítulo
de Riobamba una del 85 y otra del 86; dos del Capítulo de Cartagena del
86; y una del de Popayán del mismo año. Todos son documentos de
incalculable valor, tanto por su contenido como porque proceden de
regiones y personas de muy diversa índole, hasta las cuales llegó en
una u otra forma la fama de santidad del siervo de Dios. Pero
ninguno de estos documentos alcanza el valor del texto del Proceso, por
múltiples razones. Y primero, por el número notable de
personas que atestiguan. Son aproximadamente, como decíamos,
ciento cincuenta y cuatro testigos, todos ellos unánimes en afirmar su
heroica santidad. Cada uno presenta una faceta de su personalidad bien
diversa. Hablan de su caridad, del espíritu de penitencia, de la
maravillosa unión con Dios por medio de la oración constante, de su
don de consejo y prudencia, del recato y delicadeza de conciencia en el
trato con el prójimo, y de todas las virtudes que pueden adornar a un
santo. Ninguno le reprocha algún defecto. No hay quien pueda encontrar
en él un momento de impaciencia, ni siquiera con los más rudos e
impertinentes. Nadie lo oyó quejarse del trato menos respetuoso de
algunos, o de la rudeza que con él usaron ciertos personajes. Estaba
listo a servir a quien le solicitaba favores, a cualquier hora del día
o de la noche. Era el primero en acudir a la cabecera del moribundo.
Descargaba a sus hermanos religiosos de todos los trabajos, siempre
colaborando con ellos y reemplazándolos en las labores más arduas. En
las noches, si se solicitaba un sacerdote para ir a confesar algún
enfermo, advertía al portero que lo llamara a él, pues iría con mucho
gusto: “Los otros padres, le decía, terminan muy fatigados el día de
trabajo; yo que no hago gran cosa, iré con el mayor gusto”. ¿Y
quienes son los que rinden testimonio? Todos, absolutamente todos, sin
excepción. Desde el gobernador de la ciudad hasta el último de los
esclavos. Ante el juez van desfilando los nobles españoles, las
distinguidas damas, los negociantes de las más variadas pintas:
Negreros, hacendados, encomenderos, comerciantes, barberos. Los
sacerdotes todos comenzando por el Obispo. Los religiosos de la Compañía
de Jesús sus hermanos. Los Hospitalarios de San Juan de Dios desde el
prior hasta el recién ingresado novicio del Hospital de San Sebastián.
Los religiosos y religiosas de las diversas Órdenes, los enfermos,
apestados, leprosos desahuciados y moribundos. Es una lista interminable
de variedad de personas. Los obreros del taller del orfebre. Los
barberos, los zapateros. Hasta el verdugo y el carcelero. Por supuesto
las autoridades: el alguacil, el capitán, el soldado. La enumeración
es interminable; llega hasta los pobres, los mendigos, los marginados de
la sociedad. Y por fin, sus amigos los esclavos negros con quienes
compartía tiempo, conversación, alimento y espíritu. Van pasando en
impresionante desfile, repitiendo hasta el cansancio, que ese padre
Claver, a quien veían a diario por las calles de Cartagena, en el
confesionario de la Iglesia de los jesuitas y en los hospitales, era
santo. En
esas páginas está como era, desnudo ante la opinión de sus contemporáneos
y ante nosotros. Sin arandelas ni exageraciones piadosas. Sin falsas
apreciaciones que pudieron descalificarlo. Los testigos en
sus respuestas deben cuidarse, pues las formulan bajo la gravedad del
juramento; cualquier inexactitud
puede evocar la sombra de la Santa Inquisición... Es
el más auténtico retrato del santo, y a él debe acudir quien quiera
conocerlo, no encaramado en la hornacina de alguna iglesia
parroquial, sino en la prosaica existencia de un hombre de setenta y
cuatro años, obsesionado por defender los derechos de los más
excluidos y olvidados. No
es lectura fácil ni amena
en el sentido que damos a estas expresiones. Es, si se quiere, monótona,
iterativa. Escrita en lenguaje coloquial, propio del trato cotidiano. La
declaración espontánea de la gente del pueblo, que el escribano
respeta en su trascripción. Con expresiones incorrectas
gramaticalmente, pues debe ser fiel a lo que ellos declaran. Mas es
impactante, conmovedora. Si se quiere, aterradora. Al terminarla, uno
tiene que decir con el Pontífice León XIII: “Después de la vida de
Cristo, ninguna ha conmovido tan profundamente mi alma como la de san
Pedro Claver”. Lo
escuchamos conversando sencillamente con sus queridos esclavos,
procurando hacerse entender y poniendo a su alcance las sublimes
verdades de la fe a base de comparaciones y de imágenes. Incómodamente
sentado en un odre en el patio trasero de la casa que aloja a los
bozales, les explica el catecismo. Es posible acompañarlo por las
calles, con un estandarte coloreado, en procesión, cantando el
catecismo hasta llegar a la plaza de la Yerba en donde Ignacio y Alonso
Angola, dirigidos por él, se hacen preguntas sobre alguna parte del
catecismo, a fin de que los asistentes entiendan mejor las verdades de
la fe cristiana. Muchos
testigos repiten los temas; pero cada uno le añade un detalle, una
especial circunstancia; de tal suerte que con los datos que ellos
proporcionan se va armando, como en un rompecabezas, toda la escena. Ejemplo
típico, que conviene examinar más en detalle, son las declaraciones de
Nicolás González. Nacido en Placencia, en España, debió llegar a
Cartagena cuando tenía alrededor de doce años, y tuvo entonces ocasión
de conocer a Claver. El 21 de febrero de
1633 ingresó como Hermano en la Compañía de Jesús. Fue el
padre su maestro de novicios y desde entonces el joven le tomó inmenso
cariño y gran admiración. Nos cuenta que en las noches de tempestad,
angustiado por la tormenta, iba a refugiarse a su aposento, y lo
encontraba siempre sentado en su lecho, haciendo oración. Durante
veintidós años acompañó a Claver con una gran fidelidad. Era sacristán
y portero, y estos cargos le dieron ocasión de estar siempre
muy cerca del apóstol. Lo acompañaba por las calles en sus
visitas a los enfermos, iba con él a administrar la extremaunción a
los moribundos y al cadalso para ser testigo de la caridad que empleaba
con los condenados. En la Iglesia estaba siempre alerta, atendiéndolo
en la celebración eucarística y en las horas interminables que pasaba
en su confesionario. De él lo sacaba casi obligándolo, para que tomara
algún frugal alimento. Su
testimonio es el más auténtico y detallado. Cuando comienza a hablar
pierde la noción del tiempo. Enlaza un episodio con otro. Interrumpe
una narración para incrustar en ella otro caso o alguna reflexión
piadosa. Por eso se hace un tanto tediosa su lectura. Son párrafos
interminables, sin interrupción alguna. Pero todo queda compensado por
la precisión del dato y la limpieza del testimonio. Y
lo que decimos de González, podemos afirmarlo de muchos otros testigos.
Hay algunos del momento, quienes presenciaron de pasada las actuaciones
del santo y se sintieron
deslumbrados. Es el caso del marqués de Mancera, por ejemplo. No
resisto a la tentación de citar el pasaje, que bien puede servir de
paradigma. Dice el texto: “Habiendo
venido el excelentísimo señor Marqués de Mancera de los Reinos del
Perú, donde había sido Virrey y capitán general, para pasar a los de
España porque había terminado el tiempo de su gobierno, y teniendo
conocimiento de la santidad y virtud del padre Pedro Claver, por la gran
fama que se había extendido de ella en estas Indias, no quiso irse a
los Reinos de España sin verlo. Y así en efecto un día antes, o el
mismo en el que había de embarcarse, fue a visitar a los padres del
Colegio de esta Ciudad y a despedirse. Estando con ellos preguntó por
el padre Claver; y habiendo respondido todos que no se encontraba
presente, que si lo deseaba lo llamarían, como dijo que sí, lo
llamaron. Y habiendo llegado el padre, el señor marqués de Mancera le
quiso besar la mano y el padre retiró ambas, excusándose con mucha
humildad. Y entonces le rogó con insistencia que lo encomendase a Dios,
tanto a él como a toda su casa y familia, que iba a embarcarse para
pasar a los Reinos de España; a lo cual contestó que lo haría.
Entonces el señor marqués le dijo que le diera algo para llevar
consigo y acordarse de él; y el padre le contestó que era pobre y no
tenía nada para darle, a lo cual el padre Sebastián de Morillo, en ese
momento rector del Colegio, se dirigió a este testigo (que era el
hermano Nicolás González), porque conocía su gran familiaridad con el
padre, y le preguntó qué tendría el padre para poderlo dar al señor
marqués; y este testigo le contestó que la cosa de mayor valor que tenía
el padre Claver era la cruz tosca de madera. Entonces el padre rector
ordenó al padre que fuera a su habitación y trajera la cruz de madera
que llevaba siempre consigo para que la diera al señor marqués; y el
padre, como tan obediente que era, fue inmediatamente por la cruz y la
llevó al señor marqués diciéndole que se la daba de muy mal gusto
porque había sido siempre su médico y su medicina; con lo cual el señor
marqués, apreciando mucho este don, besó la santa cruz y la pasó
sobre su cabeza y poniéndola de inmediato en su pecho dijo que la
estimaba más que un toisón”. Como
él, hubo otros ocasionales, pero los más valiosos testigos fueron
aquellos que, como González, convivieron con él por mucho tiempo. Y no
sólo los jesuitas, sus hermanos, sino también los doce o quince
esclavos que le sirvieron de traductores y catequistas, y le acompañaron
siempre, ayudándole como intérpretes: eran su voz y sus manos para los
recién llegados, los llamados “bozales”. Estaban junto a él, se
dieron cuenta de quién era y cuánto valía. Su testimonio no puede ser
sino fidelísimo. Hasta en la noche; porque dormían en el cuarto vecino
al suyo, y sabían de sus oraciones, de sus penitencias, de su fidelidad
al Señor en una vida del todo consagrada. No podían mentir. No podían
exagerar. No podían ignorar nada de aquella vida. Como
es lógico, el interrogatorio se hizo en español, y en esta lengua el o
los escribanos redactaron el informe enviado a Roma y presentado allí a
la Sagrada Congregación de Ritos. En la Ciudad Eterna hubo de
traducirse al italiano para su análisis y estudio, y de ese conjunto se
extrajeron los apartes más valiosos,
que bajo el título de “Sumario” constituyen la segunda parte
del libro de 1696. Fue
reeditado a comienzos del siglo XVIII, el año 1720. En esta segunda
edición se añadieron los testimonios de otros ciudadanos de Cartagena
que no aparecen en la anterior, y algunos fueron eliminados. El
proceso de canonización del misionero catalán siguió entonces su
curso normal hasta que en 1773, al ser suprimida la Compañía de Jesús
por orden del Pontífice Clemente XIV, todo quedó a medio camino.
Solamente más tarde, una vez restaurada por Pío VII, los
jesuitas volvieron a tratar el asunto en los dicasterios
romanos. En 1850 el Papa Pío IX declaró beato a Claver, y
enseguida, en 1888, León XIII lo elevó al honor de los altares. Desde
entonces el mundo cristiano lo venera con especial admiración, y lo
reconoce como patrono de las misiones africanas y defensor de los
derechos humanos. El
texto publicado en 1696 en latín e italiano constituye, pues, un
invaluable documento de testimonio presencial, que descubre al Claver
auténtico, tal como vivió en su oscuro aposento del colegio de
Cartagena, y como murió en
el amanecer del 8 de septiembre de 1654. Lo que se afirme fuera de él
puede ser muy devoto pero poco auténtico. Dada
su importancia, la señora Anna María Splendiani y yo, con el apoyo del
Banco de la República, de la Universidad Javeriana y de la Universidad
del Táchira en la persona de su rector el Padre José del Rey S.J.,
emprendimos su traducción, lo completamos con abundantes notas y un
detallado índice de personas. Es el texto que ahora presentamos. Un invaluable documento de testimonio presencial, que nos descubre el Claver auténtico, tal como vivió en su oscuro aposento del colegio de Cartagena, y como murió en aquel amanecer del 9 de septiembre de 1654. Lo que se afirme fuera de él puede ser muy devoto pero poco auténtico. Así queremos ponerlo en manos de los lectores.
“Canonizar”
significó en la primitiva Iglesia colocar el nombre de una persona,
hombre o mujer, en la lista de aquellos que se nombraban en la parte
principal de la misa, llamada el Canon, para que sirvieran de
intercesores ante Dios y de ejemplo a los fieles. La
Iglesia buscó primero estos modelos en la larga historia del pueblo
escogido. Y así el Antiguo Testamento le dejó en herencia muchos
nombres que fueron modelos de virtud. entre otros, Abel, Moisés,
Abraham, David y muchos más. Algunos ni siquiera existieron; habían
sido símbolos de virtud, como Job o el pobre Lázaro; pero igual, ellos
también eran objeto de la veneración del pueblo cristiano. En
los primeros siglos de la Iglesia, durante las persecuciones de los
emperadores romanos, causaron admiración los “mártires”, es decir,
quienes con su sangre fueron “testigos” y defensores valientes de la
nueva fe ante el mundo. El pueblo los tuvo por santos, sin que fuera
necesaria declaración alguna oficial por parte de la autoridad eclesiástica.
De ellos se celebraba su “dies natalis”, el día de su nacimiento
para la gloria, que no era otro que el de su martirio. Ese día los
fieles celebraban la eucaristía y los recordaban. Así fueron
apareciendo las fiestas de los primeros santos, como san Esteban, san
Clemente, san Cornelio, etc. Hubo de todo, desde niñas de 13 años como
santa Inés, hasta ancianos de ochenta y seis como san Policarpo; desde
los que conquistan inmediatamente la devoción popular como san Lorenzo,
hasta muchos de los que no conservamos ni el nombre. Superado
el tiempo de las persecuciones, a quienes habían sido modelos de virtud
pero no habían tenido que enfrentar el martirio, se les llamó
“confesores”. El pueblo los tuvo por santos y la Iglesia los
reconoció como tales. Es el caso de muchos, en los siglos cuarto y
quinto, como san Antonio el primer ermitaño, o san Agustín. Quienes
gobernaban la Iglesia, sin embargo, estuvieron siempre vigilantes, a fin
de evitar abusos. Dispusieron pronto que fuera el Obispo quien, después
de cuidadoso examen de la vida del santo, autorizara su culto. Cuando el
Imperio abrazó el cristianismo y los pueblos bárbaros recibieron la
luz del Evangelio, fue el Emperador, que se sentía protector y defensor
de los privilegios eclesiásticos, quien se reservó el derecho de
determinar si alguno de sus súbditos merecía el honor de los altares.
Este privilegio se lo fueron apropiando reyes y príncipes durante la época
medieval, ya que todos participaban del espíritu teocrático característico
de aquellos tiempos. Lo cual se prestó, como era lógico, a no pocos
abusos. Porque el criterio con que escogían al santo no era muy
objetivo. Se basaba en la amistad, o en los lazos familiares, en si eran
más ricos o poderosos. Así quisieron ver santos a Constantino o a
Carlomagno. Y en tiempos más modernos, hasta a Cristóbal Colón. Otras
veces intervenía la ingenuidad y la ignorancia. Uno de los más típicos
casos de este culto, fue el de las once mil Vírgenes. El culto a santa
Úrsula y a sus compañeras mártires, es un bello ejemplo de esa
ingenuidad devota del pueblo cristiano, que la Iglesia siempre ha
procurado orientar y despojar de lo legendario y falso; pero que
argumenta en favor de una fe sencilla, poco crítica como era la
medieval, menos preocupada por la verdad histórica que por el fomento
de la devoción. Aparece esta leyenda de las once mil vírgenes en
Colonia en el siglo XI, cuando por error se interpreta cierta inscripción
sobre la tumba de once mártires. En latín se leía: "XI M.
V.", es decir "Once mártires vírgenes". Pero los
trabajos adelantados en las inmediaciones para levantar una fortaleza a
principios del siglo siguiente, dieron con un cementerio romano colmado
de osamentas. Fue entonces cuando el pueblo relacionó inscripción y
sepulcros y leyó: "Once Mil Vírgenes". Las reliquias se
esparcieron por el mundo e implantaron un culto universal. Algunas de
ellas llegaron hasta Cartagena. Abusos
semejantes llevaron a los Papas a legislar y producir severos documentos
encaminados a evitar todo género de desviaciones en el culto de los
santos. Se reservaban la autoridad de definir con claridad quiénes eran
o no merecedores del culto. Parece haber sido León III el primero que
en 804 autorizó de manera oficial el culto de un santo. A instancias de
Carlomagno, proclamó oficialmente a Suiberto obispo de Verdún, digno
de la veneración del pueblo cristiano. En el siglo XII, en 1170,
Alejandro III da la orden de que no sea venerado como santo ningún
cristiano antes de la aprobación del Pontífice, y a ser posible, después
de haberse consultado el caso en un Concilio. Con
el correr de los años, quien en resumidas cuentas se reservó la
autoridad para canonizar un santo fue el Concilio Ecuménico. Hasta el
pontificado de Urbano VIII (1623-1644) esta solemne Asamblea de los
Obispos de todo el mundo escuchaba con atención la lectura de la vida
de quien era propuesto para ser canonizado, y si lo hallaba digno de tal
honor, proclamaba solemnemente que el pueblo cristiano podía rendirle
culto público, previa la aprobación del Papa, que siempre se reservaba
la última palabra. Preocupado,
sin embargo, por los abusos que a pesar de todo se presentaban, el
propio Urbano dictó una serie de decretos para regularizar el
procedimiento que debía seguirse en la Iglesia universal. Así, al
comienzo de su pontificado, publicó la bula “In eminenti”, por
medio de la cual quedaba reservado al Sumo Pontífice el derecho de
declarar “Beatos” a los “Siervos de Dios”, y prohibió se dieran
muestras externas de culto, a quienes no hubieran sido declarados santos
o beatos. Unos años más tarde, en 1625, promulgó la Constitución
“Sanctissimus”, acerca del procedimiento que debía seguirse para la
beatificación y canonización de los santos. Basados
en estos documentos y en otros posteriores que los fueron modificando,
los empleados de la Curia Romana estructuraron el procedimiento
definitivo o “Proceso de Canonización”, con todos sus detalles, tal
como rige actualmente, con algunas modificaciones posteriores, hechas
por los diversos Pontífices romanos. Al vigente en su tiempo, se acomodó
el Proceso de Canonización de san Pedro Claver. ARRAZOLA,
ROBERTO.
"Documentos para la historia de Cartagena". 3 vol. Ed.
Tipografía Hernández, Cartagena. 1963-1965. 21x15. AYALA,
MANUEL JOSEF DE. “Notas a la recopilación
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editores, Bogotá. Segunda edición, 1999. 23x16. 722 pág. BORJA GÓMEZ, JAIME HUMBERTO,ED.
"Inquisición, muerte y sexualidad en la Nueva Granada". Ed.
Ariel S.A.-Ceja, Santafé de Bogotá, 1996. 390 pág. 21x14. BOSSA
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Indias durante el período hispánico 1534-1820". Ed. Zuluaga,
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mandado de Gregorio XIII, Pontífice Máximo. Traducido agora nuevamente
de la lengua latina en la española por el padre Dionisio Vázquez de la
Compañía de Jesús. Dirigido a la señora doña Magdalena de Ulloa. Año
1586. Impreso en Valladolid por Diego Fernández de Córdoba. MEDINA,
JOSÉ TORIBIO. "La Inquisición en
Cartagena de Indias". Ed. Carlos Valencia, Bogotá, 2a. ed., 1978.
235 pág. 23x16. MERCADO,
PEDRO DE, S. J. "Historia de la
Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús". 4
vols. Biblioteca de la Presidencia
de Colombia, Bogotá, 1.957. MORENO,
ALBERTO, S. J. "Necrologio de la
Compañía de Jesús en Colombia".
Editorial Bedout, Medellín, 1.957. 260 pág.
25x17. ORTOGARFÍA
DE LA LENGUA ESPAÑOLA. Edición revisada
por las Academias de la Lengua Española, Espasa, Madrid, 1999. 162 pág.
22x15. PACHECO,
JUAN MANUEL. S. J."Los jesuítas en
Colombia". Bogotá,Ed. San Juan Eudes, 1.959-1.989. 3 vol. 24x17. PROCESO.
“Sac. Rituum Congregatione sive Eminentissimo et Reverendissimo Domino
Card. De Abdua. Cartagenen. Beatificationis, et Canonizationis Ven Servi
Dei Petri Claver Sacerdotis Societ. Iesu. Positio super dubio an sit
signanda Commissio pro introductione Causae. Romae, Typis Rev. Camerae
Apost. M.DC.XCVI. Superiorum permissu. 452 pág., 28x21. PROCESO.
“Sacra Rituum Congregatione Eminentísimo et Reverendissimo D. Card.
Zondedario Indiarum seu Carthaginen. Beatificationis et Canonizationis
ven servi Dei Petri Claver Sacerdotis Professi Societatis Iesu.
Positio super dubio: an constet de virtutibus Theologalibus, Fide, spe
et charitate erga Deum, et proximum; et Cardinalibus, Prudentia,
Justitia, Fortitudine, et Temperantia in gradu heroico, in casu et ad
effectum de quo agitur, etc. Romae, Typis Rev. Camerae Apostolicae,
MDCCXX. Superiorum permissu. 694 pág. 33x23. SANDOVAL,
ALONSO DE. S.J. "De instauranda
aethiopum salute; El mundo de la esclavitud negra en América".
Empresa Nacional de Publicaciones, Bogota, 1.956. 598 pág. 23x16. SOLA,
JUAN MARIA, S. J. "Vida de San Pedro
Claver de la Compañía de Jesús, apóstol de los negros", por el
P. José Fernández...
refundida y acrecentada por el Padre Juan María Solá. Imprenta y
librería Subirana, Barcelona, 1.888. 624 pág. 19x12. SORIANO
LLERAS, ANDRÉS. "La medicina en el
Nuevo Reino de Granada, durante la Conquista y la Colonia".
Biblioteca de Historia Nacional, vol. CXIX.
Editorial Kelly, Bogotá, 1.972. 2a. edición.
348 pág. 24x17. SPLENDIANI,
ANNA MARÍA. “Cincuenta años de
Inquisición en el Tribunal de Cartagena de Indias. 1610-1660”. Centro
Editorial Javeriano – Instituto de Cultura Hispánica, Bogotá, 1997.
4 vol. 28x22. SPLENDIANI-SÁNCHEZ.
El delito de fe como manifestación de la mentalidad neogranadina en el
Siglo XVII. Universidad Javeriana-Colciencias. 1998.
TEJADO
FERNANDEZ, MANUEL.
"Aspectos de la vida social en Cartagena de Indias durante el
seiscientos". Publicaciones de la Escuela de Estudios
Hispano-americanos, Sevilla, 1.954. 343 pág. 21x15. VALTIERRA,
ANGEL, S.J. "San Pedro Claver, el
santo que liberó una raza". Nueva edición. Ed. Pax, Bogotá,
1.964. 391 pág. 21x14. VALTIERRA,
ANGEL. S.J. "Cuarto Centenario del
nacimiento de San Pedro Claver. 24 de junio de 1.560 - 24 de junio de
1.980. Pedro Claver S. J. El Esclavo de los Esclavos, El forjador de una
raza, El Hombre y la Epoca". Ed. Banco de la República, 1.980. 2
vol. 23x16. Vol. 1 - 546 pág., Vol. 2
546 pág. VILA VILAR, ENRIQUETA. “Extranjeros en Cartagena (1593-1630). Separata de “Jahrbuch für Geschichte”. Böhlau Verlag, Köln, 1979. PP-147-184. |
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